Comenzamos el día con:
-Leo, ¿quieres ver a los leones?
-Ti.
-¿Cómo hacen los leones?
-Grrrr.
Perdí la cuenta del número de rugidos que se echó hoy mi niño y muy listo inició la travesía. Tomamos el Turibus para poder ver algunos monumentos importantes de la ciudad y haríamos una parada en el zoológico para ver a los leones y otros animales. Paramos antes para almorzar y ya con el estómago lleno nos aventuramos junto con unas 10,000 personas más a entrar a Chapultepec.
Una vez más (desde que soy mamá) me mordí la lengua al correr hacia un puestecito ambulante que anunciaba “Cinturones de seguridad”, o sea, correas para niños, y no lo pensé dos veces para comprarle el suyo a Leo. Alcancé a escuchar a una vocecita en mi cabeza que repetía a una Karina unos años más joven “Ni que fueran perros. ¿Por qué les hacen eso? Pobres niños. Mejor que los carguen”, pero sólo sonreí y pagué mi correa.
Leo llegó dormido al zoológico pero no tardó mucho en despertarse con el ruido de tanta gente. Empezamos recorriendo el lugar y buscando a los leones. Qué bonitas instalaciones que hubiéramos podido admirar más si no hubiéramos ido todo el tiempo en sentido contrario, pero aunque lo intentamos, no encontramos dónde empezaba el recorrido para poder ir al parejo de los demás. Después de ir contra corriente y ver unos 20 tipos de antílopes, llegamos a la jaula de los leones la que muy monamente estaba en reparación.
-Mira, Leo, ahí hay un lince. ¿Cómo hacen los linces?
-¿Ta?
-Hacen grrrr. ¿Ves al lince?
-Ti, grrr.
Bueno, la desilusión quedó sólo en mí y en la Pichi, y Leo salió muy contento comiendo papitas y platicando, quiero pensar, sobre los animales.
Ha sido un gran compañero de viaje y un amenizador de la vida.


